Me despierto con el primer rayo de sol que me pega en el ojo. Creo que es el primero. No sé qué día es pero sé que estoy despierto, en mi cama. Sé que es mi cama por el olor. Huele a mí de varios días, a sábanas viejas, olor concentrado de sábanas secas después de la humedad, secas quizá por los rayos de un sol anterior, un sol que no ví y que secó las sábanas que ahora me confirman que estoy en mi cama, despierto.
Estiro una pierna hacia el otro lado de la cama. Busco la pierna de Ana. La pierna de Ana no está. Estiro el brazo en busca del cuerpo de Ana. El cuerpo de Ana no está. No está en la cama. Los labios pegados, la boca seca, la garganta áspera. Quiero llamar a Ana. Ana. Ana. Quizá esté en el baño. Quiero llegar al baño. El cuerpo me pesa pero igual trato de moverme. Veo el celular en el piso y estiro el brazo para darlo vuelta. Está apagado, pero el brazo ya está afuera de la cama, yendo hacia el baño. Con el otro brazo trato de incorporar el torso. Estoy boca abajo. Apoyo la mano en el colchón y con el brazo empujo hacia arriba pero el cuerpo no me responde. El otro brazo sigue fuera de la cama y no encuentro el equilibrio. Mi cuerpo cae sobre el hombro izquierdo que tampoco puede soportar el peso y ruedo por el borde de la cama, hacia el piso, hacia el otro brazo y ahora todo el cuerpo está más cerca del baño, donde, quizá, esté Ana.
El impacto de la caída me despierta un poco. Consigo apoyar las rodillas y las palmas de las manos. Desplazo una palma y una rodilla y luego la otra palma y la otra rodilla. Y así gateo hasta el baño. La puerta está entreabierta, la luz apagada. No huele a Ana. Levanto un brazo y me cuelgo del picaporte. Eso me ayuda a levantarme. La puerta se abre más y pierdo el poco equilibrio que había ganado. Me sostengo con la pileta del baño hasta que me estabilizo y quedo frente al espejo. Las manos apoyadas en la pileta, los brazos extendidos. La luz sigue apagada pero alcanzo a ver reflejada la sombra de mi cara. Abro la canilla. No enciendo la luz. El agua fría en la cara me ayuda a despabilarme, un poco, y ahora me veo algo mejor pero hay poca luz y yo sigo sin encenderla.
Salgo del baño y camino hacia la cocina. Arrastro los pies pero camino. La cocina no huele a café, ni huele a tostadas. Tampoco huele a Ana. Ana, me parece decir. Ana, repito. En la puerta de la heladera el imán de Kandinsky. Empiezo a ver a Ana. Acaricio el imán. Recorro los puntos y las líneas sobre el plano como si fueran el cuerpo de Ana. Ana, digo. Los labios se separaron pero la boca sigue seca y la garganta herida. Abro la heladera. El frío desesperado me pega en la cara. La heladera está vacía, vacía de verdad. No hay frascos de mermelada, ni manteca, ni leche, ni tomates, enteros o partidos, ni siquiera hay moho; no hay carne podrida, ni gusanos; sólo hay frío, inútil, ensimismado, helado.
Cierro la heladera y abro la canilla de la pileta. Dejo correr el agua y la miro. Ana, digo, y recuerdo que tengo sed. Acerco la boca al chorro de agua y bebo. Bebo toda el agua que puedo y la que no la dejo correr. Alrededor de mi boca, por el mentón, hasta alcanzar el cuello, hacia arriba toca la nariz, y algo corre por la mejilla hacia la oreja. El resto lo bebo pero la sed no se me pasa y la garganta duele cada vez más. Cierro la canilla y sin secarme camino hasta el living, donde, ya no me extraña, Ana tampoco está.
Vuelvo al dormitorio. El olor me da náuseas pero no llego a vomitar. Arranco las sábanas de un tirón. Un tirón no alcanza y tiro otra vez, de las sábanas y de las almohadas. El olor se esparce. Quiero vomitar pero no puedo vomitar más que el agua que acabo de beber. La garganta ya no duele de tanto doler. Con alguna fuerza que saco de algún lugar, camino hasta el placard en busca de una sábana nueva, con olor a limpio. Abro el placard que todavía huele a Ana, al vacío de Ana, a su cuerpo desnudo. Huele a la ausencia de su ropa. Las perchas vacías se amontonan hacia el centro del barral vencido. Dejo correr mi mano por las perchas para hacerlas sonar. Suenan las perchas y suena el eco de las perchas. Ana, digo. Ana, escucho. No hay sábanas nuevas ni olor a limpio. Tan sólo el paraguas de Ana que descansa en un rincón del placard. Me pregunto cuántos días hace que Ana no está.
Ella se asoma a la puerta de calle. Mira hacia un lado y hacia otro. Cierra la puerta y a los pocos minutos la vuelve a abrir. Ahora tiene el abrigo puesto, el bolso colgado, un sombrero y anteojos de sol. Cierra con llave, apurada. Camina pegada a la pared hasta llegar a la esquina. Bajo un alero, espera que el semáforo se ponga en verde. Llueve.
El semáforo se pone en verde y ella se lanza a la calle. Mira hacia el piso, para evitar la lluvia en la cara, pero cada tanto mira de costado, hacia los autos que están detenidos detrás de las rayas blancas. Casi al llegar a la otra vereda, pisa un charco que le salpica las botas y algo del pantalón.
A lo lejos ve acercarse el cartel amarillo de un taxi. Extiende el brazo y lo agita hacia arriba y hacia abajo. El taxi hace luces y ella espera, impaciente, en la esquina. Pero el taxi se detiene a mitad de cuadra. Ella corre. Golpea su brazo derecho contra la cadera. La puerta del taxi se abre. La abre él, que salió de entre dos autos estacionados en la mitad de la cuadra. El va a entrar al taxi pero ella lo detiene, indignada, le dice algo, le grita. El trata de calmarla pero no está dispuesto a ceder el taxi.
El taxista quiere intervenir, quiere que alguno de los dos suba al auto, le da lo mismo quién, tanto que termina por adelantarse hacia una mujer, otra, que le hace señas desde la esquina, la misma esquina donde antes había estado ella. Ahora es él el que se indigna, trata de perseguir al taxi. Ella ya no está tan indignada y mira hacia la calle en busca de otro taxi que no viene. El se acerca y le dice algo. Ella se asusta. Va decirle algo pero se arrepiente y sigue buscando un taxi. El también mira hacia la calle en busca de otro taxi pero, aunque ahora son dos pares de ojos los que miran, tampoco viene ninguno. Llueve.
El está detrás de ella y le dice algo más. Ella gira. Ya no se asusta, y lo mira con enojo, un enojo vencido. Vuelve a esperar un taxi. El le dice algo, ahora al oído. Ella sonríe. El no la ve pero ella sonríe. Al girar se pone seria. El sabe que ya no hay enojo. Le dice algo más y ella al fin deja ver una parte de su sonrisa. El también sonríe y le dice algo más. Ella baja la mirada. El insiste. Ella levanta la mirada, sin levantar la cabeza. El insiste. Ella sonríe, una sonrisa completa. El asiente. Ella baja la mirada y asiente también. El le indica con el brazo el camino hacia la vereda. Ella da un salto hacia el cordón. El señala hacia la esquina y la escolta, pegados a la pared, hasta la puerta del bar.
Ella elije una mesa junto a la ventana. El la ayuda con el abrigo y le corre la silla. Luego se sienta enfrente y los dos se ríen de lo empapados que están. Sostienen la sonrisa. Sostienen la mirada. Dos cafés, los dos primeros cafés. Afuera, llueve. Adentro el calor les va secando las ropas. Afuera, oscurece. Adentro las caras se ven más claras. Otros dos cafés. Las manos se mueven, eufóricas, bajo la luz amarilla que ilumina el adentro mientras el afuera se apaga. Llueve. Afuera. Adentro la lluvia es un ingrediente. ¿Un pretexto? Adentro la lluvia huele a café. El dice algo. Ella se ríe. El pide el tercer café. Afuera quiere dejar de llover. Adentro puede seguir lloviendo.
Yo creí que esas cosas sólo pasaban en las películas. Mirá que hace años que me dedico a esto. Todavía no salgo de mi asombro. ¿Vos lo podés creer? Te juro que me da curiosidad saber cómo siguieron las cosas. Decí que sería un papelón, bueno, un papelón, después de esto ya no sé lo que son los papelones, pero me encantaría buscar una excusa y averiguar qué pasó. Porque en el momento me quedé helada. Muda. Y mirá que para que yo me quede muda…
Y ella preciosa. Tendrías que haberla visto. Ahí, paradita, con sus pestañas postizas y el ramito de orquídeas. Lista para empezar el para toda la vida. Se reía. Nerviosa, como todas, a eso ya estoy acostumbrada. El también se reía. También nervioso, por eso no me llamó la atención. Después recién me di cuenta de que eran nervios distintos, pero qué me iba a imaginar yo. Ay mirá, me acuerdo y se me hace un nudo en el estómago.
Sí, la sala estaba llenísima. Era la sala más grande. Las sillas estaban todas ocupadas y había gente parada atrás y a los costados. Hacía un calor. Nos estábamos ahogando, o bueno, quizá ahora me parece que nos ahogábamos, porque te digo que después el aire se cortaba con cuchillo, pero sí, hacía mucho calor. Incluso yo había pedido que dejaran la puerta abierta. Me acuerdo porque después el padre corrió a cerrarla para que no se escapara.
Los amigos salieron corriendo atrás de él, no sé si para acompañarlo o para hacerlo recapacitar, pero está bien, eran los amigos, ¿qué iban a hacer? Entre todos lograron mover al padre y abrieron la puerta. Esto yo no lo ví muy bien, yo estaba del otro lado y había tanta gente… Además yo prestaba más atención a lo que le pasaba a ella. Pobrecita, que humillación.
Al principio se quedó helada, imaginate, ¿cómo se va a quedar? Hasta se le cayó la lapicera de la mano, ya la tenía lista para firmar. Bueno, esto cuando se dio cuenta de que iba en serio, porque al principio todos se rieron, pensaron que era una broma, viste que hay gente que tiene un humor bastante particular. Ella no, no pensó que era una broma pero cuando todos se rieron, ella sonrió y lo miró de reojo. Pero él estaba impávido, inmutable. Uno de los amigos le golpeó el brazo, como para que reaccionara y el empezó a negar con la cabeza y a retrocerder, y ahí ya nadie se reía.
Ella lo miraba estupefacta y lo agarró de un brazo, con suavidad, como si quisiera convencerlo, pero él se soltó, también con suavidad, como si no quisiera lastimarla, qué cínico, y después la miró, y después, esto no fue como en las películas, porque en las películas tienen la deferencia de murmurar una disculpa, pero este no, se aflojó la corbata y salió corriendo.
Y ahí ella lloraba como una condenada. Mi vida, pobre chica. La madre la abrazaba y le acariciaba el pelo y le decía una cantidad de mentiras para consolarla. Que él iba a volver, que se había puesto nervioso, que era normal. Normal, normal, qué iba a ser normal, en veinte años jamás me tocó ver cosa semejante. Las amigas de ella estaban cómo locas, menos lindo le decían de todo y calculo yo que ahí mismo estaban planeando la venganza.
Y yo qué iba a hacer. Nada, no pude hacer nada. La sala era un alboroto. Era incontrolable la situación. Lo único que se me ocurrió fue pedir que se tranquilizaran un par de veces pero te imaginarás que nadie me llevó el apunte. ¿y cómo me iban a llevar el apunte? Era una tragedia lo que estaba pasando. Así que me quedé ahí, parada. Serví un vaso de agua y se lo alcancé a la madre para que se lo diera a ella. Parecía que se ahogaba esa chica. Parecía que nunca iba a dejar de llorar. Lloraba, y se preguntaba por qué, y lo llamaba, y quería salir corriendo a buscarlo pero la madre la sujetada del brazo y la sentaba otra vez en la silla, y entonces ella, otra vez, lloraba. Nunca había visto a nadie llorar así, tanto, tanto, te lo juro: era como si lloviera.
a: no sabía que estaban por acá. los volví a leer (y los poemas también) y me gustaron mucho. de nuevo. más.
ResponderEliminara:que sorpresa tan linda me das...me encanto!!!
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