La mesa ovalada de siempre. En rigor, no es estrictamente ovalada, más bien es un rectángulo con dos semicírculos añadidos en sus cabeceras, pero vulgarmente le llaman ovalada, la mesa ovalada, de modo que esa es la mesa ovalada de siempre. Larga, extensa, pero no tan extensa como la sala; la sala es mucho más extensa, tanto que la mesa parece pequeña.
Alrededor las catorce sillas de siempre, apretadas, lo que hace parecer a la mesa más pequeña aún, y a la sala más extensa. Catorce sillas, las mismas catorce sillas de siempre, todas iguales, de madera lustrada, oscura, cada año más oscura, tapizado marrón con rayas verdes. Catorce sillas iguales menos una, que está vacía, la silla vacía de siempre.
Alrededor de la mesa ovalada de siempre, las trece sillas de siempre, de madera, oscuras, cada año más oscuras, con tapizado marrón a rayas verdes, y una única silla, también marrón, también oscura, más oscura cada año, también con tapizado marrón, también con rayas verdes, y también de siempre. Vacía, de siempre.
Todas las sillas, es decir todas menos esa, la que está vacía, tienen un nombre, el nombre de siempre. Y cada nombre tiene un sujeto y cada sujeto tiene un predicado. En cambio esa no tiene nombre, ni tiene sujeto, ni tiene predicado.
En el medio de uno de los lados largos del rectángulo de la mesa ovalada de siempre, que no es ovalada, pero sí es de siempre, Clara mira de reojo hacia la silla que tiene delante, en la mitad del otro lado largo de la mesa, esa silla que está vacía, mientras le da un beso de refilón a Marcos: un beso mentiroso, un beso promisorio. Mentiroso para ella, promisorio para Marcos, que se excita y le devuelve, con torpeza, un beso desesperado de urgencia. Carla se lo saca de encima y lo aparta, indiferente, altiva y, ahora sí, por primera vez, promisoria. Al lado de Marcos, Mariano, que recién se despierta, deja escapar los restos de la batería que le sobran a los auriculares de su MP3. Vanesa le saca bruscamente un auricular de la oreja y ahora la batería se escucha más fuerte. Mariano lo vuelve a colocar en su oreja, Vanesa lo vuelve a sacar. Julio descorcha una botella de vino y cuando Vanesa le pide que intervenga, Julio encoge los hombros y mira, azaroso, hacia la silla, esa silla, la que está vacía de siempre. Luisa se acomoda un almohadón en el respaldo de la silla y trata de acomodar también, en el almohadón, su columna. Pero su columna se resiste y José, que está junto a ella, la ayuda a acomodar el almohadón pero no consigue acomodarle la columna tampoco. Paco le pide a José una copa y José deja el almohadón de Luisa, gira, toma la copa, extiende el brazo por delante del vacío de la silla de siempre y le alcanza la copa a Paco, que a su vez se la extiende a Alberto para que le sirva el vermú. Alberto le sirve el vermú a Paco y también sirve en su propia copa, la levanta hacia la copa de Paco que ya estaba en alto y brindan, como si ya estuvieran borrachos. Claudia, avergonzada, toma la servilleta y la coloca prolijamente en su regazo, luego se acomoda el pelo detrás de las orejas, primero la derecha y después la izquierda, ambas con la mano derecha, por eso lo hace primero en una oreja y luego recién en la otra y, sonriendo, nerviosa, mueve la cabeza hacia un lado y hacia otro. Angélica le pega en la cabeza a Román, que se defiende cubriéndose con el antebrazo y enseguida se burla bajándole el bretel de la musculosa, porque sabe que no puede pegarle, porque es mujer, pero le baja el bretel porque eso sí puede, y a Angélica le molesta y vuelve a pegarle, otra vez en el antebrazo en vez de en
Todas las sillas menos una que no tiene nombre, ni sujeto, ni predicado, ni voz, y por lo tanto no habla. Dale, dale, dice Marcos, te dije que basta nene, dice Clara más promisoria que nunca; dale vieja para lo que hay que escuchar acá; te dije que no Mariano, no seas maleducado, estamos sentados a la mesa; dejalo Vanesa, sino va a estar con cara de culo, no sé que es peor; creo que lo que necesito es otro almohadón, este es muy finito; ay Luisita esa columna tuya, Clarita traele otro almohadón a la abuela; silencio; y un último brindis por la Academia, cuñado; ay, Paco no lo provoques, si sabés cómo se pone; ¿por la epidemia dijiste, cuñado?; cuidado Román, me parece que te pegan del otro lado; basta, y no se hagan las cancheras porque le cuento a mamá lo de anoche; ay el nenito de mamá, basta, basta, le cuento a mamá; tomá abuelo, el almohadón.
Clara, otra vez Clara, que se sienta en su silla, la que está justo enfrente de la silla vacía de siempre, que no tiene nombre, ni sujeto, ni predicado, ni voz, y no habla porque no tiene voz, porque está vacía, de siempre. Clara se sienta frente a la silla vacía justo cuando María empieza a servir la sopa, y le sirve primero a ella, a Clara, después a Marcos, después a Mariano, que sigue con los auriculares en sus dos orejas, después a Vanesa, que ahora sonríe, después a Julio, y a Luisa y a José y después deja caer el cucharón de sopa en el plato que hay delante de la silla que está entre José y Paco, porque la silla está vacía y no tiene nombre, ni sujeto, ni predicado, ni voz, pero sí tiene plato, y cubiertos y copa, y la sopa ahora cae sobre el plato que está delante del vacío de la silla, y María sigue sirviendo y termina de servir los catorce platos que ahora humean sobre la mesa, y Julio dice salud, y levanta la copa, y Vanesa da la orden de empezar a comer, y yo tomo la cuchara, lentamente la dejo caer en medio de la sopa humeante que María, a su vez, dejó caer sobre mi plato, luego levanto la cuchara llena de sopa, la acerco a mi boca y la sopa cae por mi esófago, hasta alcanzar mi estómago, mi estómago vacío, que recibe el alivio de la sopa caliente, y dejo de mirar, y de escuchar, y al fin tomo la sopa que María dejó caer en el plato de la misma silla vacía de siempre.
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