martes, 27 de octubre de 2009

Después de la lluvia

Me despierto con el primer rayo de sol que me pega en el ojo. Creo que es el primero. No sé qué día es pero sé que estoy despierto, en mi cama. Sé que es mi cama por el olor. Huele a mí de varios días, a sábanas viejas, olor concentrado de sábanas secas después de la humedad, secas quizá por los rayos de un sol anterior, un sol que no ví y que secó las sábanas que ahora me confirman que estoy en mi cama, despierto.
Estiro una pierna hacia el otro lado de la cama. Busco la pierna de Ana. La pierna de Ana no está. Estiro el brazo en busca del cuerpo de Ana. El cuerpo de Ana no está. No está en la cama. Los labios pegados, la boca seca, la garganta áspera. Quiero llamar a Ana. Ana. Ana. Quizá esté en el baño. Quiero llegar al baño. El cuerpo me pesa pero igual trato de moverme. Veo el celular en el piso y estiro el brazo para darlo vuelta. Está apagado, pero el brazo ya está afuera de la cama, yendo hacia el baño. Con el otro brazo trato de incorporar el torso. Estoy boca abajo. Apoyo la mano en el colchón y con el brazo empujo hacia arriba pero el cuerpo no me responde. El otro brazo sigue fuera de la cama y no encuentro el equilibrio. Mi cuerpo cae sobre el hombro izquierdo que tampoco puede soportar el peso y ruedo por el borde de la cama, hacia el piso, hacia el otro brazo y ahora todo el cuerpo está más cerca del baño, donde, quizá, esté Ana.
El impacto de la caída me despierta un poco. Consigo apoyar las rodillas y las palmas de las manos. Desplazo una palma y una rodilla y luego la otra palma y la otra rodilla. Y así gateo hasta el baño. La puerta está entreabierta, la luz apagada. No huele a Ana. Levanto un brazo y me cuelgo del picaporte. Eso me ayuda a levantarme. La puerta se abre más y pierdo el poco equilibrio que había ganado. Me sostengo con la pileta del baño hasta que me estabilizo y quedo frente al espejo. Las manos apoyadas en la pileta, los brazos extendidos. La luz sigue apagada pero alcanzo a ver reflejada la sombra de mi cara. Abro la canilla. No enciendo la luz. El agua fría en la cara me ayuda a despabilarme, un poco, y ahora me veo algo mejor pero hay poca luz y yo sigo sin encenderla.
Salgo del baño y camino hacia la cocina. Arrastro los pies pero camino. La cocina no huele a café, ni huele a tostadas. Tampoco huele a Ana. Ana, me parece decir. Ana, repito. En la puerta de la heladera el imán de Kandinsky. Empiezo a ver a Ana. Acaricio el imán. Recorro los puntos y las líneas sobre el plano como si fueran el cuerpo de Ana. Ana, digo. Los labios se separaron pero la boca sigue seca y la garganta herida. Abro la heladera. El frío desesperado me pega en la cara. La heladera está vacía, vacía de verdad. No hay frascos de mermelada, ni manteca, ni leche, ni tomates, enteros o partidos, ni siquiera hay moho; no hay carne podrida, ni gusanos; sólo hay frío, inútil, ensimismado, helado.
Cierro la heladera y abro la canilla de la pileta. Dejo correr el agua y la miro. Ana, digo, y recuerdo que tengo sed. Acerco la boca al chorro de agua y bebo. Bebo toda el agua que puedo y la que no la dejo correr. Alrededor de mi boca, por el mentón, hasta alcanzar el cuello, hacia arriba toca la nariz, y algo corre por la mejilla hacia la oreja. El resto lo bebo pero la sed no se me pasa y la garganta duele cada vez más. Cierro la canilla y sin secarme camino hasta el living, donde, ya no me extraña, Ana tampoco está.
Vuelvo al dormitorio. El olor me da náuseas pero no llego a vomitar. Arranco las sábanas de un tirón. Un tirón no alcanza y tiro otra vez, de las sábanas y de las almohadas. El olor se esparce. Quiero vomitar pero no puedo vomitar más que el agua que acabo de beber. La garganta ya no duele de tanto doler. Con alguna fuerza que saco de algún lugar, camino hasta el placard en busca de una sábana nueva, con olor a limpio. Abro el placard que todavía huele a Ana, al vacío de Ana, a su cuerpo desnudo. Huele a la ausencia de su ropa. Las perchas vacías se amontonan hacia el centro del barral vencido. Dejo correr mi mano por las perchas para hacerlas sonar. Suenan las perchas y suena el eco de las perchas. Ana, digo. Ana, escucho. No hay sábanas nuevas ni olor a limpio. Tan sólo el paraguas de Ana que descansa en un rincón del placard. Me pregunto cuántos días hace que Ana no está.

Ella se asoma a la puerta de calle. Mira hacia un lado y hacia otro. Cierra la puerta y a los pocos minutos la vuelve a abrir. Ahora tiene el abrigo puesto, el bolso colgado, un sombrero y anteojos de sol. Cierra con llave, apurada. Camina pegada a la pared hasta llegar a la esquina. Bajo un alero, espera que el semáforo se ponga en verde. Llueve.
El semáforo se pone en verde y ella se lanza a la calle. Mira hacia el piso, para evitar la lluvia en la cara, pero cada tanto mira de costado, hacia los autos que están detenidos detrás de las rayas blancas. Casi al llegar a la otra vereda, pisa un charco que le salpica las botas y algo del pantalón.
A lo lejos ve acercarse el cartel amarillo de un taxi. Extiende el brazo y lo agita hacia arriba y hacia abajo. El taxi hace luces y ella espera, impaciente, en la esquina. Pero el taxi se detiene a mitad de cuadra. Ella corre. Golpea su brazo derecho contra la cadera. La puerta del taxi se abre. La abre él, que salió de entre dos autos estacionados en la mitad de la cuadra. El va a entrar al taxi pero ella lo detiene, indignada, le dice algo, le grita. El trata de calmarla pero no está dispuesto a ceder el taxi.
El taxista quiere intervenir, quiere que alguno de los dos suba al auto, le da lo mismo quién, tanto que termina por adelantarse hacia una mujer, otra, que le hace señas desde la esquina, la misma esquina donde antes había estado ella. Ahora es él el que se indigna, trata de perseguir al taxi. Ella ya no está tan indignada y mira hacia la calle en busca de otro taxi que no viene. El se acerca y le dice algo. Ella se asusta. Va decirle algo pero se arrepiente y sigue buscando un taxi. El también mira hacia la calle en busca de otro taxi pero, aunque ahora son dos pares de ojos los que miran, tampoco viene ninguno. Llueve.
El está detrás de ella y le dice algo más. Ella gira. Ya no se asusta, y lo mira con enojo, un enojo vencido. Vuelve a esperar un taxi. El le dice algo, ahora al oído. Ella sonríe. El no la ve pero ella sonríe. Al girar se pone seria. El sabe que ya no hay enojo. Le dice algo más y ella al fin deja ver una parte de su sonrisa. El también sonríe y le dice algo más. Ella baja la mirada. El insiste. Ella levanta la mirada, sin levantar la cabeza. El insiste. Ella sonríe, una sonrisa completa. El asiente. Ella baja la mirada y asiente también. El le indica con el brazo el camino hacia la vereda. Ella da un salto hacia el cordón. El señala hacia la esquina y la escolta, pegados a la pared, hasta la puerta del bar.
Ella elije una mesa junto a la ventana. El la ayuda con el abrigo y le corre la silla. Luego se sienta enfrente y los dos se ríen de lo empapados que están. Sostienen la sonrisa. Sostienen la mirada. Dos cafés, los dos primeros cafés. Afuera, llueve. Adentro el calor les va secando las ropas. Afuera, oscurece. Adentro las caras se ven más claras. Otros dos cafés. Las manos se mueven, eufóricas, bajo la luz amarilla que ilumina el adentro mientras el afuera se apaga. Llueve. Afuera. Adentro la lluvia es un ingrediente. ¿Un pretexto? Adentro la lluvia huele a café. El dice algo. Ella se ríe. El pide el tercer café. Afuera quiere dejar de llover. Adentro puede seguir lloviendo.

Yo creí que esas cosas sólo pasaban en las películas. Mirá que hace años que me dedico a esto. Todavía no salgo de mi asombro. ¿Vos lo podés creer? Te juro que me da curiosidad saber cómo siguieron las cosas. Decí que sería un papelón, bueno, un papelón, después de esto ya no sé lo que son los papelones, pero me encantaría buscar una excusa y averiguar qué pasó. Porque en el momento me quedé helada. Muda. Y mirá que para que yo me quede muda…
Y ella preciosa. Tendrías que haberla visto. Ahí, paradita, con sus pestañas postizas y el ramito de orquídeas. Lista para empezar el para toda la vida. Se reía. Nerviosa, como todas, a eso ya estoy acostumbrada. El también se reía. También nervioso, por eso no me llamó la atención. Después recién me di cuenta de que eran nervios distintos, pero qué me iba a imaginar yo. Ay mirá, me acuerdo y se me hace un nudo en el estómago.
Sí, la sala estaba llenísima. Era la sala más grande. Las sillas estaban todas ocupadas y había gente parada atrás y a los costados. Hacía un calor. Nos estábamos ahogando, o bueno, quizá ahora me parece que nos ahogábamos, porque te digo que después el aire se cortaba con cuchillo, pero sí, hacía mucho calor. Incluso yo había pedido que dejaran la puerta abierta. Me acuerdo porque después el padre corrió a cerrarla para que no se escapara.
Los amigos salieron corriendo atrás de él, no sé si para acompañarlo o para hacerlo recapacitar, pero está bien, eran los amigos, ¿qué iban a hacer? Entre todos lograron mover al padre y abrieron la puerta. Esto yo no lo ví muy bien, yo estaba del otro lado y había tanta gente… Además yo prestaba más atención a lo que le pasaba a ella. Pobrecita, que humillación.
Al principio se quedó helada, imaginate, ¿cómo se va a quedar? Hasta se le cayó la lapicera de la mano, ya la tenía lista para firmar. Bueno, esto cuando se dio cuenta de que iba en serio, porque al principio todos se rieron, pensaron que era una broma, viste que hay gente que tiene un humor bastante particular. Ella no, no pensó que era una broma pero cuando todos se rieron, ella sonrió y lo miró de reojo. Pero él estaba impávido, inmutable. Uno de los amigos le golpeó el brazo, como para que reaccionara y el empezó a negar con la cabeza y a retrocerder, y ahí ya nadie se reía.
Ella lo miraba estupefacta y lo agarró de un brazo, con suavidad, como si quisiera convencerlo, pero él se soltó, también con suavidad, como si no quisiera lastimarla, qué cínico, y después la miró, y después, esto no fue como en las películas, porque en las películas tienen la deferencia de murmurar una disculpa, pero este no, se aflojó la corbata y salió corriendo.
Y ahí ella lloraba como una condenada. Mi vida, pobre chica. La madre la abrazaba y le acariciaba el pelo y le decía una cantidad de mentiras para consolarla. Que él iba a volver, que se había puesto nervioso, que era normal. Normal, normal, qué iba a ser normal, en veinte años jamás me tocó ver cosa semejante. Las amigas de ella estaban cómo locas, menos lindo le decían de todo y calculo yo que ahí mismo estaban planeando la venganza.
Y yo qué iba a hacer. Nada, no pude hacer nada. La sala era un alboroto. Era incontrolable la situación. Lo único que se me ocurrió fue pedir que se tranquilizaran un par de veces pero te imaginarás que nadie me llevó el apunte. ¿y cómo me iban a llevar el apunte? Era una tragedia lo que estaba pasando. Así que me quedé ahí, parada. Serví un vaso de agua y se lo alcancé a la madre para que se lo diera a ella. Parecía que se ahogaba esa chica. Parecía que nunca iba a dejar de llorar. Lloraba, y se preguntaba por qué, y lo llamaba, y quería salir corriendo a buscarlo pero la madre la sujetada del brazo y la sentaba otra vez en la silla, y entonces ella, otra vez, lloraba. Nunca había visto a nadie llorar así, tanto, tanto, te lo juro: era como si lloviera.

La silla vacía

La mesa ovalada de siempre. En rigor, no es estrictamente ovalada, más bien es un rectángulo con dos semicírculos añadidos en sus cabeceras, pero vulgarmente le llaman ovalada, la mesa ovalada, de modo que esa es la mesa ovalada de siempre. Larga, extensa, pero no tan extensa como la sala; la sala es mucho más extensa, tanto que la mesa parece pequeña.

Alrededor las catorce sillas de siempre, apretadas, lo que hace parecer a la mesa más pequeña aún, y a la sala más extensa. Catorce sillas, las mismas catorce sillas de siempre, todas iguales, de madera lustrada, oscura, cada año más oscura, tapizado marrón con rayas verdes. Catorce sillas iguales menos una, que está vacía, la silla vacía de siempre.

Alrededor de la mesa ovalada de siempre, las trece sillas de siempre, de madera, oscuras, cada año más oscuras, con tapizado marrón a rayas verdes, y una única silla, también marrón, también oscura, más oscura cada año, también con tapizado marrón, también con rayas verdes, y también de siempre. Vacía, de siempre.

Todas las sillas, es decir todas menos esa, la que está vacía, tienen un nombre, el nombre de siempre. Y cada nombre tiene un sujeto y cada sujeto tiene un predicado. En cambio esa no tiene nombre, ni tiene sujeto, ni tiene predicado.

En el medio de uno de los lados largos del rectángulo de la mesa ovalada de siempre, que no es ovalada, pero sí es de siempre, Clara mira de reojo hacia la silla que tiene delante, en la mitad del otro lado largo de la mesa, esa silla que está vacía, mientras le da un beso de refilón a Marcos: un beso mentiroso, un beso promisorio. Mentiroso para ella, promisorio para Marcos, que se excita y le devuelve, con torpeza, un beso desesperado de urgencia. Carla se lo saca de encima y lo aparta, indiferente, altiva y, ahora sí, por primera vez, promisoria. Al lado de Marcos, Mariano, que recién se despierta, deja escapar los restos de la batería que le sobran a los auriculares de su MP3. Vanesa le saca bruscamente un auricular de la oreja y ahora la batería se escucha más fuerte. Mariano lo vuelve a colocar en su oreja, Vanesa lo vuelve a sacar. Julio descorcha una botella de vino y cuando Vanesa le pide que intervenga, Julio encoge los hombros y mira, azaroso, hacia la silla, esa silla, la que está vacía de siempre. Luisa se acomoda un almohadón en el respaldo de la silla y trata de acomodar también, en el almohadón, su columna. Pero su columna se resiste y José, que está junto a ella, la ayuda a acomodar el almohadón pero no consigue acomodarle la columna tampoco. Paco le pide a José una copa y José deja el almohadón de Luisa, gira, toma la copa, extiende el brazo por delante del vacío de la silla de siempre y le alcanza la copa a Paco, que a su vez se la extiende a Alberto para que le sirva el vermú. Alberto le sirve el vermú a Paco y también sirve en su propia copa, la levanta hacia la copa de Paco que ya estaba en alto y brindan, como si ya estuvieran borrachos. Claudia, avergonzada, toma la servilleta y la coloca prolijamente en su regazo, luego se acomoda el pelo detrás de las orejas, primero la derecha y después la izquierda, ambas con la mano derecha, por eso lo hace primero en una oreja y luego recién en la otra y, sonriendo, nerviosa, mueve la cabeza hacia un lado y hacia otro. Angélica le pega en la cabeza a Román, que se defiende cubriéndose con el antebrazo y enseguida se burla bajándole el bretel de la musculosa, porque sabe que no puede pegarle, porque es mujer, pero le baja el bretel porque eso sí puede, y a Angélica le molesta y vuelve a pegarle, otra vez en el antebrazo en vez de en la cabeza. Entonces Lucrecia, del otro lado, le pega también, a Román, para vengar a Angélica, pero Lucrecia acierta y le da en la cabeza y se ríen, Lucrecia, y Angélica, y Lucrecia gira para buscar a Clara, otra vez Clara, que también se ríe, de Román, y de Marcos, y choca los cinco dedos de su mano con los cinco dedos de la mano de Angélica, y después gira hacia Marcos y dice, cortala nene, y Marcos dice, dale, dale, porque todas las sillas tienen un nombre, y los nombres tienen un sujeto y los sujetos predicado, pero además tienen voz, y hablan.

Todas las sillas menos una que no tiene nombre, ni sujeto, ni predicado, ni voz, y por lo tanto no habla. Dale, dale, dice Marcos, te dije que basta nene, dice Clara más promisoria que nunca; dale vieja para lo que hay que escuchar acá; te dije que no Mariano, no seas maleducado, estamos sentados a la mesa; dejalo Vanesa, sino va a estar con cara de culo, no sé que es peor; creo que lo que necesito es otro almohadón, este es muy finito; ay Luisita esa columna tuya, Clarita traele otro almohadón a la abuela; silencio; y un último brindis por la Academia, cuñado; ay, Paco no lo provoques, si sabés cómo se pone; ¿por la epidemia dijiste, cuñado?; cuidado Román, me parece que te pegan del otro lado; basta, y no se hagan las cancheras porque le cuento a mamá lo de anoche; ay el nenito de mamá, basta, basta, le cuento a mamá; tomá abuelo, el almohadón.

Clara, otra vez Clara, que se sienta en su silla, la que está justo enfrente de la silla vacía de siempre, que no tiene nombre, ni sujeto, ni predicado, ni voz, y no habla porque no tiene voz, porque está vacía, de siempre. Clara se sienta frente a la silla vacía justo cuando María empieza a servir la sopa, y le sirve primero a ella, a Clara, después a Marcos, después a Mariano, que sigue con los auriculares en sus dos orejas, después a Vanesa, que ahora sonríe, después a Julio, y a Luisa y a José y después deja caer el cucharón de sopa en el plato que hay delante de la silla que está entre José y Paco, porque la silla está vacía y no tiene nombre, ni sujeto, ni predicado, ni voz, pero sí tiene plato, y cubiertos y copa, y la sopa ahora cae sobre el plato que está delante del vacío de la silla, y María sigue sirviendo y termina de servir los catorce platos que ahora humean sobre la mesa, y Julio dice salud, y levanta la copa, y Vanesa da la orden de empezar a comer, y yo tomo la cuchara, lentamente la dejo caer en medio de la sopa humeante que María, a su vez, dejó caer sobre mi plato, luego levanto la cuchara llena de sopa, la acerco a mi boca y la sopa cae por mi esófago, hasta alcanzar mi estómago, mi estómago vacío, que recibe el alivio de la sopa caliente, y dejo de mirar, y de escuchar, y al fin tomo la sopa que María dejó caer en el plato de la misma silla vacía de siempre.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Uno

Uno.
Un lugar.
Un amigo, un hermano y un amor.
Y un deseo, un error y una conquista.
Y el dolor.
Y la dicha.
Y el miedo.

Otro.
Y otro lugar.
Otro amigo, otro amor,
y otro deseo, otra dicha,
otro dolor y otro miedo.

Y otra vez Uno,
que es Otro,
en otro lugar,
con otro deseo.

Uno.
Y Otro.
Uno.
Con Otro.

De mis palabras

Existe el viejo dicho popular "El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras". Una vez alguien me preguntó: ¿y por qué no pesarlo al revés? Hice la prueba y tiene mucho más sentido: uno siempre es dueño de sus palabras y siempre, de esto estoy segura, termina siendo esclavo de sus silencios.